Han sido múltiples las estrategias de las organizaciones de mujeres, feministas y de víctimas por dar cuenta de las violencias contra las mujeres en Colombia. Pero, sobre todo, han sino enormes las contribuciones de las propias víctimas para contar lo sucedido y para que, a través de sus historias de vida, procesos organizativos y de resistencia, podamos reconocer como sociedad la gravedad de esta forma de violencia y contribuir a que estos hechos no se repitan. Estos esfuerzos han tenido sus frutos reflejados en mayores niveles de denuncia e incluso en instituciones gubernamentales que reconocen públicamente la magnitud de esta violencia.[1] Pero mientras una parte de la sociedad y del Estado avanza en su reconocimiento, otra permanece indiferente, y lo que es peor, retrocede gravemente en los esfuerzos mencionados.
Hace pocos días el país se conmocionó, con razones de sobra, al conocer la denuncia de la comunidad Embera Katio frente a la violación de una niña de 12 años por parte de un grupo de 7 militares. Las reacciones de algunas personalidades políticas y representantes del gobierno han sido cuando no insuficientes, revictimizantes por decir lo menos. Por ejemplo, la intervención de la senadora Maria Fernanda Cabal pidiendo al Ministro de Defensa especial cuidado pues podría tratarse de un falso positivo contra el ejército. Por su parte, el Fiscal General imputó a los responsables los cargos de acceso carnal abusivo y no acceso carnal violento, lo que en términos jurídicos implica que, desde el punto de vista de la fiscalía, la niña “consintió” la relación sexual con estos hombres. Desde el presidente hasta el Ministro de Defensa pidieron que “caiga todo el peso de la ley” a los militares “que enlodan el honor de las fuerzas”.
Aunque estamos acostumbrados a escuchar este tipo de reacciones, hay que tener en cuenta que voces como estas, además de que ponen entre dicho la denuncia, colocan soterrada o abiertamente el “honor de las fuerzas militares” por encima de la gravedad de los hechos y de los derechos de la niña indígena y su comunidad. Pocas son las miradas que, frente a lo ocurrido, se atreven a cuestionar al ejercito como institución, y por supuesto, el contexto de militarización en medio del cual ocurrieron los hechos.
A la violación de la niña Emberá se suman otros hechos recientes y que no son aislados a este. A finales del mes de mayo en el país conocimos a través de la difusión por redes sociales, de un programa radial donde quien lo dirigía y su invitado, se referían con burla a la compra y venta de niñas Wayuu. El rechazo al director de este programa fue unánime, pero, nuevamente fueron menos las voces que cuestionaron más allá del periodista, el rol de los medios de comunicación y los patrones culturales que siguen normalizando y haciendo apología de estas formas de violencia, encubierta de chiste.
Y como si fuera poco, hoy sabemos que en los primeros 30 días de aislamiento social, las violencias contra las mujeres aumentaron en un 553% y que los agresores han sido los esposos, cuñados, yernos, y en general, familiares de las víctimas (Díaz & Mayorga, 2020). Aunque las cifras son escandalosas, son muy pocas las miradas que se atreven a cuestionar la concepción idealizada y patriarcal del hogar y de la familia como institución, y los riesgos que esta conlleva para las mujeres.
En lo corrido de este año, van 110 feminicidios en Colombia, 47 de ellos durante las cuarentenas. Según investigaciones de años anteriores más de una tercera parte de las víctimas de feminicidios piden protección y justicia antes de ser asesinadas (Ruiz-Navarro, 2020). Nuevamente, las cifras son contundentes, pero no ocurre lo mismo frente a los cuestionamientos que le caben al aparato de justicia, los mecanismos de protección y en general al aparato estatal, por su inoperancia a la hora de brindar seguridad a las mujeres y protección a sus derechos.
En común entonces, no solo lo alarmante de los casos y las cifras, sino la incapacidad como sociedad y como Estado, de levantar la mirada más allá de “casos aislados” y de las responsabilidades penales e individuales de los violadores, agresores y feminicidas. No se trata “solo” de militares descarriados con comportamientos ruines como los violadores de la niña Emberá; ni de representantes de nuestra clase política y aparato de justicia (senadora, fiscal y presidente) desconocedores de sus responsabilidades políticas y legales. No se trata tampoco de periodistas indolentes o “poco cultos” como el director del programa en la Guajira; ni de hombres violentos aparentemente puestos al límite de sus emociones y cordura por el aislamiento, hasta el punto de convertirlos en asesinos como suelen ser vistos los agresores y feminicidas.
Son violencias de género, pero también son formas de violencia política, racista y clasista, que tienen su sustento en lo que las feministas hemos llamado patriarcado, para evidenciar el poder masculino y violento que es ejercido de múltiples maneras contra las mujeres y las niñas. Por supuesto que frente a estas violencias es importante demandar las responsabilidades individuales, pero avanzamos poco si tras ella tanto la sociedad como la justicia esconden consciente o inconscientemente las responsabilidades colectivas y sobre todo la responsabilidad de las instituciones y escenarios que propician, consienten y normalizan estas formas de violencia. Me refiero a la responsabilidad del ejército y de la familia como instituciones, a la responsabilidad de los medios de comunicación como sector y por supuesto a la responsabilidad del aparato de justicia y la inefectividad de las políticas de seguridad y protección. Responsabilidades frente a la cuales no hace ninguna diferencia la cadena perpetua.
Estos tres escenarios de violencia contra las mujeres y las niñas, el del conflicto armado y la militarización, el de los medios de comunicación y el de la familia, no pueden verse como contextos o variables separadas; por el contrario, su análisis solo es posible si se observan de manera complementaria e imbricada. Por un lado, en el contexto del conflicto, la violencia sexual como arma de guerra, devela los intereses, estrategias y objetivos políticos, militares y raciales de control territorial, despojo y miedo. Por otro, las expresiones de violencia contra las mujeres en los medios de comunicación evidencian aquellas violencias normalizadas o naturalizadas como “chistes” o “sarcasmos” e incluso como parte de “nuestra cultura”. Y la violencia al interior de los “hogares” durante el confinamiento devela las exacerbadas restricciones a las libertades de las mujeres y la ocurrencia diaria de estas formas de violencia. A esta estrecha relación entre escenarios, formas y causas de violencias contra las mujeres, las feministas han dado el nombre de continuum de violencias para reflejar así su continua ocurrencia tanto en el espacio público como en el privado, y más allá de los contextos de paz o de conflicto armado.
La persistencia de estos hechos refleja varias realidades. Una de antaño, se refiere a que la justicia penal, por más altas que sean las penas, está lejos de alcanzar el fin de prevenir la ocurrencia de estos crímenes. La otra se refiere a que las políticas de seguridad y militarización no solo no han alcanzado la seguridad para la gran mayoría de la población, sino que ha significado mayores niveles de inseguridad y violencia contra las mujeres y las niñas y niños. Y por último, refleja lo lejos que estamos como sociedad, de abordar las transformaciones sociales, políticas y culturales capaces de desmontar la violencia contra las mujeres como arma de guerra y dominación masculina.
La persistencia de estos hechos y las pobres reacciones de la clase política, del aparato de justicia y de los medios de comunicación, no solo nos debe llevar a demandar las responsabilidades de las instituciones como las ya mencionadas, sino a cuestionarnos sobre el papel que dentro de estas jugamos cada uno y cada una de nosotras para organizarnos y exigir los cambios familiares, sociales y políticos requeridos para transformar estas realidades. De manera esperanzadora, frente a estos hechos las mujeres y niñas de los pueblos indígenas, sus autoridades y procesos organizativos, y las organizaciones de mujeres y feministas continúan denunciando y construyendo sus propias estrategias de protección y defensa de sus derechos. Ojalá en medio del aislamiento físico que nos requiere la pandemia, no solo reforcemos los vínculos sociales y políticos con estas organizaciones y causas, sino también nuestras propias estrategias de sororidad para acompañarnos y cuidarnos entre mujeres.
Referencias
Díaz, S., & Mayorga, C. (2020). Violencia contra las mujeres: la curva que no se aplana. El Espectador. https://www.elespectador.com/coronavirus/violencia-contra-las-mujeres-la…
Ruiz-Navarro, C. (2020). Pandemia de feminicidios en Colombia | EL ESPECTADOR. El Espectador. https://www.elespectador.com/opinion/pandemia-de-feminicidios-en-colombia/
[1] Según el informe del Centro de Memoria Histórica “La Guerra Inscrita en el Cuerpo” (2017) durante 57 años contados a partir de 1959, al menos 15.000 mujeres, niñas, niños y adolescentes han sido objeto de este tipo de violencia. La Comisión de la Verdad, a través del Primer Encuentro por la Verdad, “Mi cuerpo dice la Verdad” realizado el 26 de junio de 2019 en Cartagena, reconoció “a las más de 25.000 personas registradas como víctimas de este delito en el marco del conflicto armado y a todas las que continúan en silencio” (CEV, 2019).