Ningún análisis del futuro del trabajo en América Latina u otra región del mundo puede considerarse completo sin abordar la dimensión de la calidad del empleo. Más aun cuando se indaga acerca de la precariedad de las condiciones laborales de las poblaciones vulnerables como los migrantes, tal como lo hemos venido haciendo en el Cider los últimos años.
Y aunque la situación de calidad no parece alentadora, dadas las condiciones de remuneración, seguridad social y estabilidad de los trabajadores, el tema de qué implicará un trabajo decente en el futuro quedó relegado a un segundo plano por preocupaciones más apremiantes. Entre estas preocupaciones está la comprensión de las implicaciones en la continuidad o no de millones de empleos por la acelerada e irreflexiva incorporación de nuevas tecnologías en casi todos los sectores productivos y la incapacidad social de transformar habilidades al ritmo que esa evolución productiva demanda.
Tanto los cambios tecnológicos como los demográficos convergen para exigir nuevas perspectivas sobre lo que se espera de un empleo de calidad, qué ofrecerán las empresas y cómo el Estado garantizará esta calidad en un escenario de acelerada transformación productiva y nuevas comprensiones del bienestar. Para ello se requiere abrir el debate y adoptar un enfoque multidimensional que permita superar la precaria dicotomía entre lo formal y lo informal. Esta dicotomía a menudo impide reconocer factores clave para comprender la discusión sobre el futuro del trabajo y su calidad.
Se reconoce que las nuevas tecnologías han permitido a millones de personas replantear su relación con el trabajo y que descubran nuevas posibilidades de articulación con el mundo laboral. Para las personas, el tema de las garantías de un empleo formal pierde relevancia ante nuevas necesidades y revaloraciones de bienestar que llevan a aumentar la conciencia por mejores condiciones de equidad, respeto y crecimiento personal en el trabajo.
Los trabajadores demandan mayor discrecionalidad en las decisiones sobre las condiciones laborales, incluyendo tiempos, espacios y movilidad. También buscan una mejor sincronía del trabajo con el proyecto de vida, en especial con los roles de cuidado. Y buscan ampliar la definición de valoración de la labor, incluyendo una más conveniente remuneración, reconocimiento y beneficios emocionales.
Los nuevos trabajadores, mejor formados y más conscientes de sus derechos, son menos tolerantes a condiciones de humillación o privación sin sentido, llegando, en muchas ocasiones, a preferir situaciones de autoempleo antes que trabajos con garantías de seguridad social básica, pero precarios y mal remunerados que limitan su proyecto de vida. Lo que nos muestra nuestro acercamiento al mercado laboral de migrantes es que esto no es exclusivo de trabajadores altamente calificados en sectores de gran productividad. Prueba de ello es la alta preferencia de los migrantes al autoempleo y los grandes esfuerzos que los productores agrícolas y el comercio tienen para garantizar personal, a pesar de las altas tasas de desempleo.
Sin embargo, poco optimista se puede ser de que el sector productivo esté siendo sensible a estas reinterpretaciones del bienestar laboral y calidad del empleo. El modelo de acumulación, basado en procesos acelerados de reproducción del capital y hundido en la financiarización, sigue presionando por extraer todo el valor posible del trabajador. Tanto empresas como gobiernos siguen ciegamente enfocados en garantizar la reproducción del modelo, a pesar del altísimo costo social. Ante trabajadores más conscientes de su condición humana y la sobreexplotación a la que se exponen, la respuesta ha sido la automatización irreflexiva y el señalamiento al trabajador de no querer ponerse la camiseta. “Ya nadie quiere trabajar”, se quejan los ávidos de renta, sin realizar la menor reflexión por las condiciones de empleo ofrecidas.
El futuro en ese sentido es poco esperanzador si no hay una intervención consciente de política. No tiene sentido que los trabajadores seamos más productivos gracias a los avances tecnológicos y que como recompensa tengamos que trabajar más, si es que podemos. La transferencia desproporcionada de las ganancias al capital en desmedro de la remuneración del trabajo es, por lo tanto, uno de los principales obstáculos para que la sociedad piense en la calidad del trabajo a pesar de que las condiciones estén dadas para ello.
El futuro del trabajo requerirá la reorganización de la representación y organización colectiva de los trabajadores. Los sindicatos, sobre todo en Latinoamérica, se observan incapaces de afrontar las nuevas amenazas que sobre el empleo de calidad están llegando con la incorporación acelerada e irreflexiva de nuevas tecnologías. Y ante el foco de atención de los gobiernos en ver cómo enfrentan la bomba social de las personas que en definitiva no van a logar la reubicación productiva, se requiere de un movimiento social renovado para hacer valer una nueva y más digna relación entre trabajo y capital. Algo difícil en esta era de egoísmo colectivo y los líderes sindicales concentrados en garantizar sus prebendas corporativas.
Celebramos así un nuevo Día del Trabajo, con esta transformación en ciernes, pero recogiendo banderas de antaño que poco permiten ver necesidades emergentes, principalmente de los más vulnerables y tradicionalmente excluidos y mucho menos actualizar las luchas de los trabajadores por empleos de calidad.