A partir de la resolución 65/209 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, y teniendo en cuenta la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, se declara el 30 de agosto como el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas (Naciones Unidas, 2022). Dicha declaración comenzó a tener lugar desde el 2011, es decir que el presente año es su decimotercera conmemoración. Sin embargo, este número parece algo pequeño en comparación con los 47 años de la desaparición forzada de Omaira Montoya Henao en 1977, quien fue una de las primeras personas desaparecidas en Colombia de quien se tiene un registro escrito (UBPD, 2022); o los 48 años en que el régimen militar argentino desapareció a cerca de treinta mil personas en el periodo de 1976 a 1983 (Amnistía Internacional, 2018); o los 44 años desde que se empezaron a registrar desapariciones durante el periodo de La Violencia en Perú entre 1980 y el 2000, donde se estiman un aproximado de veinte mil desaparecidos (Defensoría del Pueblo Perú, 2020); o los 51 años desde que el gobierno militar chileno desapareció al menos a tres mil personas entre 1973 y 1990; entre muchos otros ejemplos.
Lo anterior nos recuerda, por una parte, la importancia de esta fecha, pues hay una deuda histórica en cuanto al reconocimiento de esta violencia y de la profunda afectación que causa. Por otra parte, esta fecha también nos recuerda que, lejos de ser una conmemoración de delitos archivados, se trata de un fenómeno vivo, que lastimosamente persiste y se complejiza.
Recordemos que la desaparición forzada fue definida por Naciones Unidas en 1992 como la detención, arresto, traslado o privación de la libertad contra la voluntad de las personas por agentes gubernamentales, grupos organizados o particulares con apoyo directo o indirecto del gobierno y que posteriormente se nieguen a revelar información sobre su paradero (Naciones Unidas). Esta definición fue fundamental para enunciar este delito como una práctica sistemática, que ocurría en diferentes países y que conllevaba a múltiples afectaciones. Pero también fue importante para que futuras entidades pudiesen emprender procesos de búsqueda, memoria, exigibilidad de verdad y justicia.
Para el caso colombiano, entidades como la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) define la desaparición forzada como la “situación en la que una persona es privada de la libertad, cualquiera que sea la forma, seguida de su ocultamiento y de la negativa a reconocer dicha privación o de dar información sobre su paradero” (UBPD, p.3, 2021). La aparente ampliación de la anterior definición, en comparación a la de 1992 de Naciones Unidas, cobra aún más sentido cuando comprendemos que las dinámicas de desaparición forzada en el país, en el marco del conflicto armado, estuvieron atravesadas no sólo por la fuerza pública, sino también por grupos paramilitares, grupos guerrilleros y grupos armados posdesmovilización.
El anterior panorama, según el portal de datos de la UBPD, indica que durante el conflicto armado hubo, al menos, ochenta mil personas desaparecidas forzadamente. Además, las anteriores cifras resultan aún más espeluznantes en tanto que la desaparición forzada también recae en la red de personas cercanas a la persona desaparecida. En primer lugar, los seres queridos se enfrentan a la incertidumbre que genera el desconocer el paradero de su ser querido y el no saber el estado en el que encuentra. Segundo, los seres queridos también se enfrentan al miedo de que puedan desaparecerlos a ellos. Tercero, las redes cercanas también suelen enfrentarse a afectaciones económicas, psicológicas y sociales, algunos de ellos han tenido que desplazarse o exiliarse, desencadenando aún más vulneraciones y afectaciones.
Ahora bien, organizaciones de base, de derechos humanos, académicas(os), entre otros, han venido analizando cómo la desaparición forzada es una violencia que afecta profundamente el tejido social. Lo anterior ya que esta ha sido utilizada como estrategia para propagar terror, ejercer control social, político, económico y mitigar procesos sociales. Uno de los ejemplos claves para el caso latinoamericano, en donde estuvo presente la instrumentalización de la desaparición forzada como parte de un proyecto político, económico y de visión de desarrollo, fue en la década de los setentas y ochentas en el cono sur. En esta se hizo de la desaparición forzada un instrumento de coerción para “mantener el equilibrio justo entre el horror público y el privado” (Klein, p. 127, 2007) justificada por acusaciones y discursos donde se buscaba eliminar el enemigo interno, los subversivos y a los que se oponen a traer el ‘adecuado desarrollo’ a los países ‘subdesarrollados’.
Dicho lo anterior, conmemorar el 30 de agosto como Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas cobra aún más fuerza en tanto que es un delito que persiste hasta hoy en día. Por ejemplo, la Defensoría de Pueblo de Colombia alertó sobre cómo organizaciones criminales como las AGC-Clan del Golfo y el Tren de Aragua, están desapareciendo forzadamente a personas como mecanismo de terror, control de territorios, economías ilegales y dominio sobre la población civil (Defensoría del Pueblo de Colombia, 2024; 2024). Sumando el hecho de que estas organizaciones son o tienen alianzas transnacionales, lo que complejiza las posibilidades del esclarecimiento del delito y su prevención. Adicionalmente, persiste la estigmatización sobre ciertos perfiles que son ‘prescindibles’ y por tanto objeto de desaparición forzada. Por lo que vale la pena seguir ahondando en cómo este tipo de violencia se ha instrumentalizado en alianza con visiones de desarrollo, tanto de gobiernos, como de otro tipo de organizaciones, legales e ilegales, así como de economías y redes transaccionales.
Por último, recordemos que el esclarecimiento y prevención de la desaparición forzada sigue estando en disputa. El decreto 727/2024 de la república de Argentina firmado por el actual presidente de este país y decretado el pasado 13 de agosto del presente año, nos recuerda que los procesos de esclarecimiento y justicia lastimosamente siguen atados a agendas políticas. Por medio de dicho decreto se establece que la Conadi (Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad), que está encargada de buscar a las niñas y niños que durante la dictadura fueron robados de sus padres, quienes eran asesinados o desaparecidos forzadamente, ya no contará con la Unidad Especial de Investigación. Esta decisión obstaculiza la búsqueda de información en archivos del Estado y que se sigan adelantando investigaciones sobre los responsables que en la dictadura ocultaron, negaron y obstaculizaron el esclarecimiento de los hechos. Por tanto, el 30 de agosto es más que una conmemoración estática, es un día para que recordemos activamente que, como bien decía Fabiola Lalinde, hay que insistir, persistir e incomodar.